Antes de entrar a la clínica, él iba al río.
La lloraba con desconsuelo aunque aún su corazón latía.
Volvía a su lado con ojos hinchados y el deshago en el bolsillo.
Esa noche fría el río estaba calmado, como si supiera lo que iba a pasar.
Ella
respiraba lento, temblorosa y lejana.
A su
alrededor el silencio hacía eco y se desvanecía sin prisa.
Lo minutos
eran segundos. El recuerdo de su sonrisa se le volvía a imprimir en la mente.
Tantos
momentos irrecuperables que se convertían en algo desconocido que le daba mucho
miedo olvidar o perder. Trataba de aferrarse a ellos con fuerza interna que producía un rosado en sus mejillas.
Hacía meses que vagaba por los hospitales.
Las habitaciones, los médicos y las enfermeras se volvían tan comunes como familiares.
Ellos fueron testigos de su unión para siempre. Del amor eterno que en forma de circulo ambos pusieron al rededor de uno de los dedos de sus manos.
Se fue sin despedirse. De un momento a otro.
Sin decirle adiós, sin abrir los ojos, sin dejarlo poder darle un último beso.
El dolor lo
golpeaba dentro y se volvía un fuego que quemaba.
Una desesperación, una
impotencia incontrolable.
Volvió a acercarse a la orilla del río.
Nombrándola a los gritos tiró sus cenizas al viento.
Ya no tenía
fuerzas y no le encontraba sentido a las cosas.
Su peor temor se hacía realidad: sin ella no sabía como seguir.
Le reclamaba, a quien fuera que
estuviera escuchando, que debería haber sido él y no ella el primero en partir.
Joven pero
viejo, el dolor le sumó unos cuantos años a su cuerpo debilitado, flaco y enblanquecido.
Ahora deja
pasar las horas acostado en un rincón de la cama.
Añorando su presencia, mirando el lado vacío.
Añorando su presencia, mirando el lado vacío.
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En el río descansa en paz. |